miércoles, 18 de noviembre de 2009

Borges, Eco y Foucault: el cuento de los autores que se bifurcan


Gonzalo Lizardo




Nada es menos obvio que algunas preguntas obvias, como la que Michel Foucault exploró en su conferencia del 22 de febrero de 1969, dictada ante la Sociedad Francesa de Filosofía. En esa ocasión el filósofo francés se interrogó «¿Qué es un autor?» para analizar de qué manera el nombre de quien escribe condiciona nuestra interpretación de lo que se escribe: aunque haya o no existido una persona «real» que se llamara, por ejemplo, Miguel de Cervantes, o Vernon Sullivan, o Hermes Trimegisto, tanto los nombres como los pseudónimos de los autores cumplen con una función clasificatoria que nos permite, a los lectores «reales», agrupar ciertos textos mediante relaciones «de homogeneidad o de filiación, o de autentificación de unos por los otros, o de explicación recíproca, o de utilización concomitante» [1]. Gracias a esta función, el nombre «Michel Foucault» nos autoriza a confrontar lo que se plantea en Las palabras y las cosas, con lo que se afirma en El nacimiento de la clínica, de tal modo que lo leído en una obra nos prepara para lo que leeremos en la otra, y nos ayuda a percibir concordancias o contradicciones de diversa intensidad o jerarquía.

Puede suponerse que, a semejanza de otras nociones, la de autor varía con el devenir de la Historia: cada cultura y cada época le otorga a la figura autoral un significado distinto con respecto al que le otorga a sus propios sujetos. En la antigüedad, los únicos libros que debían leerse eran divinos: se leían las palabras de Moisés o de Homero como si las hubieran dictado los dioses. Aristóteles y Platón conservaron un prestigio semidivino durante siglos, hasta que el Renacimiento y la Ilustración los redujeron a una estatura humana. En la actualidad, apenas se espera de un autor algo mejor de lo que se espera de cualquier ser humano: cuando mucho, que sea talentoso o trabajador, inteligente o ingenioso, emotivo o emocionante, universal y único. La confianza de que un nombre puede autentificar distintos textos, proviene de una superstición: la de pensar que cada nombre designa a un individuo idéntico, indivisible e inmutable, siendo que las personas reales son casi siempre mutables, escindidas y heterogéneas —tal como lo manifiestan las biografías, las ideas y las obras de Maupassant, Ducasse o Pessoa, por mencionar los casos más descarados.

Si en la modernidad la evolución del autor depende de la genealogía del sujeto, parece obvio que la fragmentación de la subjetividad moderna ha generado una fragmentación de la identidad autoral, la cual debe ahora discernirse conjuntando las escurridizas definiciones de Autor Modelo, Autor Real y Autor Liminal. Pero así como las divisiones entre mente y cuerpo, alma y carne, consciente e inconsciente no han obviado el problema de examinar la identidad, cada vez más compleja, de la persona humana, estas nociones subrayan la importancia de esclarecer la intención del autor (intentio auctoris) como un paso indispensable antes de determinar la intención de la obra (intentio operis), tal como intenta ejemplificarlo Umberto Eco, en Los límites de la interpretación:

Una vez Borges sugirió que se podría y debería leer el De Imitatione Christi como si hubiera sido escrito por Céline. Espléndida sugerencia para un juego que incline al uso fantasioso y fantástico de los textos. Pero la hipótesis no puede ser sostenida por la intentio operis. Yo he intentado seguir la sugerencia borgesiana y he encontrado en Tomás de Kempis páginas que podrían haber sido escritas por el autor del Voyage au bout de la nuit […]. Pero lo que no funciona en esta lectura es que no se pueden leer con la misma óptica otros pasos del De Imitatione [2].

Un argumento intachable, al igual que su corolario: si un texto que la tradición atribuye a un autor determinado lo atribuimos a otro, se modifica no sólo el sentido del texto original, sino también el de las obras que solemos atribuir a sus hipotéticos autores. Pero el párrafo citado tiene la paralela virtud de estimular nuestra suspicacia: la sospecha de que Umberto Eco, falazmente, le ha achacado al autor argentino una afirmación que éste jamás sostuvo. Se explicaría así que omitiera referirnos en qué página planteó Borges ese juego «fantasioso y fantástico» con los textos… a menos que Eco supusiera que el lector evocaría por sí mismo a «Pierre Menard, autor del Quijote». Como se recordará, esta ficción ensayística de Borges —compilada en su libro Ficciones, de 1941— nos reseña el esfuerzo que invirtió un ficticio escritor francés para escribir por él mismo el Quijote de Cervantes. Por supuesto, Pierre Menard no se propuso elucubrar, a la manera de Avellaneda o Flaubert, otra versión del Quijote más o menos transformada. Su «admirable ambición», por el contrario, consistía en «producir unas páginas que coincidieran —palabra por palabra y línea por línea— con las de Miguel de Cervantes» [3].

Nada es menos obvio que algunos proyectos obvios, como el de Pierre Menard: un proyecto secreto y banal que no buscaba revolver nuestras maneras de escribir el mundo, sino multiplicar nuestras formas de leerlo. La premisa es simplísima: cuando la suponemos escrita por dos plumas distintas, una misma página genera dos interpretaciones irreconciliables. Según la perspectiva habitual, el Quijote es un relato costumbrista que un soldado español escribió en el siglo XVII como parodia de las novelas caballerescas. Si lo suponemos escrito por un poeta francés —un lector de Nietzsche y de Válery que propagaba «ideas que eran el estricto reverso de las preferidas por él»— entonces ocurre la magia y el Quijote se transforma, sin modificar una sola letra, en una novela histórica, una minuciosa reconstrucción literaria de nuestro pasado, al estilo de Ivanhoe o de Salammbó. En consecuencia,

Menard (acaso sin quererlo) ha enriquecido mediante una técnica nueva el arte detenido y rudimentario de la lectura: la técnica del anacronismo deliberado y de las atribuciones erróneas. Esta técnica de aplicación infinita nos insta a recorrer la Odisea como si fuera posterior a la Eneida y el libro Le jardin du Centaure de Madame Henri Bachelier como si fuera de Madame Henri Bachelier. Esta técnica puebla de aventura los libros más calmosos. Atribuir a Louis Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo ¿no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales? [3]

Si las leemos con atención —y con ironía—, estas palabras demuestran que Jorge Luis Borges —en contra de lo que piensa Umberto Eco— no recomienda «leer el De Imitatione Christi como si hubiera sido escrito por Céline». Ciertamente, eso se afirma literalmente en un libro que le atribuimos a Jorge Luis Borges —el más «fantasioso y fantástico» de los fabuladores—, pero se trata de un libro que no reúne reflexiones teóricas, sino un hatajo de alegorías llamado Ficciones. Confundido por la jerga ensayística del texto, Eco olvida (acaso sin quererlo) que estas palabras, aunque fueron transcritas por el autor argentino, provienen de un narrador ficticio: un personaje sin nombre que convivía en Nimes con poetisas y baronesas y que mantenía correspondencia con literatos imaginarios mientras despotricaba contra los diarios protestantes y sus deplorables lectores —«si bien estos son pocos y calvinistas, cuando no masones y circuncisos»—; en fin, un autor lleno de prejuicios ideológicos y literarios que Borges ha inventado para que escribiera en su nombre un fementido ensayo sobre Pierre Menard… en el cual se propagan, precisamente, aquellas ideas que representan «el estricto reverso de las preferidas por él».

Tal hipótesis podría refutarse, con facilidad, si se argumenta que muchos escritores usan a sus personajes como muñecos de ventrílocuo: como monigotes de papel y tinta que no repiten sino las convicciones y las dudas de sus creadores. Así les ocurrió, en desigual grado, a Cervantes y a su Quijote, a Papini y a su Gog, a Bolaño y a su Belano, a Montaigne y a su Montaigne. Es posible, por tanto, que Borges haya bifurcado su voz para amplificar sus teorías personales sobre el autor y sus personajes. Pero podemos, igualmente, sostener que el narrador del texto no es el reflejo sino la némesis del autor. Esta doble conjetura no sólo evidencia cuán complicado resulta leer las ficciones de Borges como si el mismo Borges las hubiera escrito. Demuestra también que la noción moderna de autor se ha bifurcado una y otra vez, multiplicándose por los senderos de la página, para compensar de algún modo el histórico menoscabo de su prestigio… o para reproducir mejor la fractura del sujeto moderno: esos hombres y esas mujeres que viven y medran, vacilando a cada instante entre el alma y la piel, la vigilia y el sueño, el interdicto y la transgresión, el saber y el placer, la libertad y la tranquilidad, lo real y sus ficciones, el Yo y el Otro.

NOTAS:

1. FOUCAULT, Michel,
«¿Qué es un autor?», en Entre filosofía y literatura. Obras esenciales, volumen 1, Paidós, Barcelona 1999, p. 338.
2. ECO, Umberto, Los límites de la interpretación, Lumen, 2ª edición, Barcelona 1998, p. 40.
3. BORGES, Jorge Luis, «Pierre Menard, autor del Quijote», en Ficciones, Alianza, Madrid 1971, p. 59.


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